PLAN
LECTOR
LOGRO:
INTERPRETA
TEXTOS DE HITOS INICIALES DE LA LITERATURA COLOMBIANA PARTIENDO DE SUS ESTRUCTURAS Y CONTENIDOS PARA GENERAR OPINIONES Y ARGUMENTOS DE MANERA ORAL Y ESCRITA.
ELABORA
TEXTOS PERSONALES EN LOS CUALES EMPLEA ELEMENTOS GRAMATICALES PERMITIENDO DAR
A CONOCER SU PUNTO DE VISTA SOBRE LO QUE LEE.
COMPETENCIAS
COMUNICATIVAS:
Escribe textos en los que selecciona y
analiza la información consultada en función de la situación
comunicativa. Produce textos
coherentes siguiendo la estructura correspondiente a cada estilo, propósito y
audiencia.
DISCIPLINAR:
COMPRENSION CON INFERENCIAS. Hace deducciones y supuestos; lee entre líneas y
complementa vacíos textuales. Utiliza su propio marco de conceptos y los
relaciona con diversos textos.
INDICADORES
DE EVALUACION:
Desarrolla
las actividades a tiempo.
Los
textos son coherentes y tienen en cuanta las indicaciones dadas
Evidencia
manejo de las estructuras textuales y críticas frente a los escritos que lee.
INSTRUCCIONES
GENERALES DE LA GUIA:
ESTA
GUIA ESTA DISEÑADA PARA SER DESARROLLADA DE MANERA INDIVIDUAL APOYADA POR LOS
ELEMENTOS TECNOLÓGICOS A LOS QUE TENGA ACCESO, POR LO CUAL USTED PUEDE
UTILIZAR LIBROS A SU ALCANCE, ASÍ COMO PAGINAS DE INTERNET. SE RECOMIENDA QUE
SU TRABAJO SEA ENVIADO DE MANERA VIRTUAL DENTRO DE LAS HORAS EN LAS QUE USTED
NORMALMENTE DESARROLLA ESTA CLASE.
DESARROLLO
DE LA GUIA: INDIVIDUAL Y TRABAJO AUTONOMO. SE DEBE LEER CADA UNO DE LOS
TEXTOS Y A PARTIR DE ELLOS ELABORAR ESCRITOS PERSONALES, EVIDENCIANDO SU
CREATIVIDAD Y POSTURA CRÍTICA.
MODO
DE ENTREGA DE LA GUIA: DESARROLLAR EN: https://forms.gle/1BhkXkcmb9h9Kvk9A O
AL BLOG https://lenguacastellanallm.blogspot.com/ mariaegeniajaimesdiplomado2017@gmail.com
FECHA
ENTREGA: SEGÚN CORRESPONDA A SU HORARIO DE CLASE
|
Leer
el siguiente texto
«Bachué y la creación del mundo»
Este es uno de los mitos propios de la cultura
muisca, a quienes se les conoce como chibchas. Este es un pueblo de origen
centroamericano, que llegó a Colombia a habitar el sur del departamento de
Santander y el altiplano cundiboyacense.
Los muiscas creían en Bachué, la consideraban su
madre. Su historia dice que era una mujer muy bella, morena, estilizada, de
senos cobrizos, firmes y redondos, que terminaban en puntas más oscuras. Y la
describen así pues dicen que, una madrugada, la vieron salir de la Laguna de
Iguaque, cubierta por una larga túnica de pelo negro, con un niño desnudo
entre sus brazos.
Bachué se ganó el afecto y la confianza de los
Chibchas y se instaló entre ellos. Les enseñó las normas que debían seguir
para conservar el orden en la comunidad y para mantener la paz con sus
vecinos.
Con el paso del tiempo, el pequeño niño creció
pero ella no envejecía. La misión de Bachué era poblar la tierra y, por eso,
comenzó a ser fecundada por él. Sus partos siempre fueron múltiples. En el
primero tuvo mellizos, en el siguiente trillizos, en el tercero fueron cuatro
sus hijos y así continuó hasta que se consideró que su tarea se había
cumplido. En poco tiempo, dejó enseñanzas y criaturas por todas partes.
De repente, su rostro se llenó de arrugas, su
cuello y su cuerpo ya no eran lozanos, sus piernas se aflojaron, sus senos se
escurrieron y en su mirada se notaba un gran cansancio. Satisfechos con su
labor y con el progreso de sus hijos, ella y el ser con el que había llegado
a la tierra, regresaron a la laguna sin decirle nada a nadie. Una vez allí,
se lanzaron a las aguas. El lago los devoró con un gran bostezo;
inmediatamente, ella se convirtió en serpiente y, por esta razón, para los
chibchas este animal simboliza la inteligencia.
En las noches de luna, los nativos acudían a la
laguna a llevarle ofrendas y podían observar a la culebra asomar sus
brillantes ojos sobre la superficie del agua, para ver las hermosas copas
doradas, los utensilios y adornos de oro, que recibía de buen corazón.
«Nacimiento de la Luna y el Sol»
Este es
uno de los muchos mitos de la cultura arhuaca, un pueblo indígena localizado
en la Sierra Nevada de Santa Marta.
La
historia indica que en medio de la oscuridad, nacieron dos niños de una
hermosa indígena arhuaca, desprendiendo luz por todo su cuerpo. La mujer, con
temor de que se los quisieran robar, decidió esconderlos en una cueva. Pero
su gran resplandor se filtró por entre las hendijas de la puerta y logró ser
visto por todos. Curiosos, los nativos se dirigieron a la cueva con el fin de
conocer lo que había en su interior.
Con
tambores, caracoles y flautas, llegaron hasta allí y comenzaron a tocar
hermosas piezas musicales que fueron escuchadas por los pequeños. El varón,
que se llamaba Yuí, quiso salir para poder escuchar mejor la hermosa melodía
que venía de afuera.
colombiaaprende
Al
verlo, los indígenas intentaron atraparlo. Asustado, Yuí comenzó a volar y
llegó hasta lo alto del cielo, convirtiéndose en el sol. Se dice que quienes
lo siguieron con la mirada, quedaron paralizados y se convirtieron en piedra.
A pesar
de lo sucedido, quienes aún permanecían en la entrada de la cueva, notaron
que la luminosidad en su interior continuaba. Entonces, decidieron volver a
tocar sus instrumentos de una manera aún más hermosa, logrando así que Tima,
la hembra, saliera a escuchar su música.
Una vez
afuera, los indígenas le arrojaron cenizas a su rostro, la cual cegó sus
ojos. Intentaron capturarla pero no lo lograron, pues ella también emprendió
el vuelo hacia el cielo, situándose muy cerca de Yuí.
vidasanaecuador
Como su
cara había quedado cubierta de ceniza, Tima no volvió a tener el mismo
resplandor que su hermano; fue así como se convirtió en la luna y sale cada
noche para vigilar los verdes prados de quienes una vez quisieron poseerla.
«Origen de la Serranía de la Macuira»
Cuenta
este mito que un reconocido cacique vivía en una choza, junto con sus tres
hijos, en medio de la hermosa Sierra Nevada de Santa Marta.
Una
noche, el cacique soñó que los veía alejarse de su lado, mientras se dirigían
hacia el norte de La Guajira. Este sueño comenzó a repetirse, una y otra vez.
En una ocasión, el cacique se despertó angustiado y corrió a buscarlos en sus
habitaciones para ver si aún dormían pero, para su sorpresa, no los encontró.
Entonces, dirigió su mirada hacia el norte, para buscarlos en la dirección
que indicaba su sueño y notó que sus amados hijos se habían convertido en la
pequeña cadena montañosa que compone la Serranía de la Macuira,
ubicada en la península de la Guajira.
|
PARA DESARROLLAR
|
1.
Represente gráficamente cada una de las lecturas.
2.
En una tabla hacer la descripción de cada uno de los
personajes.
3.
Asociar las siguientes imágenes con los textos y explicar
la razón de su relación o asociación.
|
ANTES DE LEER
Escriba
qué sabe de Tomas Carrasquilla.
Escriba
de qué trataría un texto titulado “Simón el Mago”
Describa
como se imagina que debe ser el personaje del texto “Simón el Mago”
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Simón el Mago Tomás Carrasquilla. Entre mis
paisanos criticones y apreciadores de hechos es muy válido el de que mis
padres, a fuer de bravos y pegones, lograron asentar un poco el geniazo tan
terrible de nuestra familia. Sea que esta opinión tenga algún fundamento, sea
un disparate, es lo cierto que si los autores de mis días no consiguieron
mejorar su prole no fue por falta de diligencia: que la hicieron, y en
grande. ¡Mis hermanas cuentan y no acaban de aquellas encerronas de día
entero en esa despensa tan oscura donde tanto espantaban! Mis hermanos se
fruncen todavía al recordar cómo crujía en el cuero limpio, ya la soga
doblada en tres, ya el látigo de montar de mi padre. De mi madre se cuenta
que llevaba siempre en la cintura, a guisa de espada, una pretina de siete
ramales, y no por puro lujo: que a lo mejor del cuento, sin fórmula de
juicio, la blandía con gentil desenfado, cayera donde cayera; amen de unos
pellizcos menuditos y de sutil dolor con que solía aliñar toda reprensión.
¡Estos rigores paternales, bendito sea Dios, no me tocaron! ¡Sólo una vez en
mi vida tuve de probar el amargor del látigo! Con decir que fui el último de
los hijos, y además enclenque y enfermizo, se explica tal blandura. Todos en
la casa me querían a cual más, siendo yo el mimo y la plata labrada de la
familia; ¡y mal podría yo corresponder a tan universal cariño cuando todo el
mío lo consagré a Frutos! Al darme cuenta de que yo era una persona como todo
hijo de vecino, y que podía ser querido y querer, encontré a mi lado a Frutos,
que, más que todos y con especialidad, parecióme no tener más destino que
amar lo que yo amase y hacer lo que se me antojara. Frutos corría con la
limpieza y arreglo de mi persona; y con tal maña y primor lo hacía, que ni
los estregones de la húmeda toalla me molestaban cuando me limpiaba "esa
cara de sol", ni sufría sofocones cuando me peinaba, ni me lastimaba
cuando con una aguja y de un modo incruento extraía de mis pies una cosa que
... no me atrevo a nombrar. Frutos me enseñaba a rezar, me hacía dormir y
velaba mi sueño; despertábame a la mañana con el tazón de chocolate. 2 ¿Qué
más? Cuando, antes del almuerzo, llegaba de la escuela, ya estaba Frutos
esperándome con la arepa frita, el chicharrón y la tajada. Lo mejor de las
comidas delicadas en cuya elaboración intervenía Frutos -que casi siempre
consistían en chocolate sin harina, conservón de brevas y longanizas-, era
para mí. ¡Válgame Dios! ¡Y las industrias que tenía! Regaba afrecho al pie
del naranjo; ponía en el reguero una batea recostada sobre un palito; de éste
amarraba una larga cabuya cuyo extremo cogía, yendo a esconderse tras una
mata de caña a esperar que bajara el "pinche" a comer... Bajaba el
pobre, y no bien había picoteado, cuando Frutos tiraba, y ¡zas!... ¡Debajo de
la batea el pajarito para mí! Cogía un palo de escoba, un recorte de pañete y
unas hilachas; y, cose por aquí, rellena por allá, me hacía unos caballos de
ojo blanco y larga crin, con todo y riendas, que ni para las envidias de los
otros muchachos. De cualquier tablita y con cerdas o hilillos de resorte me
fabricaba unas guitarras de tenues voces; y cátame a mí punteando todo el
día. ¡Y los atambores de tarros de lata! ¡Y las cometillas de abigarrada
cola! Con gracejo para mí sin igual contábame las famosas aventuras de Pedro
Rimales -Urde, que llaman ahora-, que me hacían desternillar de risa;
transportábame a la "Tierra de Irasynovolverás", siguiendo al ave
misteriosa de "la pluma de los siete colores", y me embelesaba con
las estupendas proezas del "patojito", que yo tomaba por otras
tantas realidades, no menos que con el cuento de "Sebastián de las
Gracias", personaje caballeresco entre el pueblo, quien lo mismo echa
una trova por lo fino, al compás de acordada guitarra que empunta alguno al
otro mundo de un tajo, y cuya narración tiene el encanto de llevar los versos
con todo y tonada, lo cual no puede variarse so pena de quedar la cosa sin
autenticidad. Con vocecilla cascada y sólo para solazarme entonaba Frutos
unos aires del país -dizque se llamaban "Corozales"-, que me
sacaban de este mundo: ¡tan lindos y armoniosos me parecían! Respetadísimos
eran en casa mis fueros. Pretender lo contrario estando Frutos a mi lado era
pensar en lo imposible. Que "¡Este muchacho está muy malcriado!",
decía mi madre; que "¡Es tema que le tienen al niño!", replicaba
Frutos; que "¡Hay que darle azote!", decía mi padre; que "¡Eso
sí que no lo verán!", saltaba Frutos, cogiéndome de la mano y alzando
conmigo; y ese día se andaba de hocico, que no había quién se le arrimase. ¡Y
cuando yo le contaba que en la escuela me habían castigado! ¡Virgen Santa!
¡Las cosas que salían de esa boca contra ese judío, ese verdugo de maestro;
contra mamá, porque era tan madre de caracol y tan de arracacha que tales
cosas 3 permitía; contra mi padre, porque era tan de pocos calzones que no
iba y le metía unos sopapos a ese viejo malaentraña! Con ocasión de uno de
mis castigos escolares se le calentaron tanto las enjundias a Frutos, que se
puso a la puerta de la calle a esperar el paso del maestro; y apenas lo ve se
le encara midiéndole puño, y con enérgicos ademanes exclama: "¡Ah,
maldito! ¡Pusiste al niño com'un Nazareno! Mío había de ser... pero mirá: ¡ti
había di'arrancar esas barbas de chivo!". Y en realidad parecía que al
pobre maestro no le iba a quedar pelo de barba. El dómine, que fuera de la
escuela era un blando céfiro, quedóse tan fresco como si tal cosa; y yo
"me la saqué", porque Frutos en los días de azote o férula me
resarcía con usura, dándome todas las golosinas que topaba y mimándome con
mil embelecos y dictados a cual más tierno: entonces no era yo "El
niño" solamente, sino "Granito di'oro", "Mi
reinito", y otras cosas de la laya. En casa el de más ropa que relevar
era yo, porque Frutos se lamentaba siempre de que "el niño" estaba
en cueros, y empalagaba tanto a mi madre y a mis hermanas, que, quieras que
no, me tenían que hacer o comprar vestidos; no así tal cual, sino al gusto de
Frutos. De todo esto resultó que me fui abismando en aquel amor hasta no
necesitar en la vida sino a Frutos, ni respirar sino por Frutos, ni vivir
sino para Frutos; los demás de la casa, hasta mis padres, se me volvieron
costal de paja. ¿Qué vería Frutos en un mocoso de ocho años para fanatizarse
así? Lo ignoro. Sólo sé que yo veía en Frutos un ser extraordinario, a manera
de ángel guardián; una cosa allá que no podía definir ni explicarme,
superior, con todo, a cuanto podía existir. ¡Y venir a ver lo que era Frutos!
Ella -porque era mujer y se llamaba Fructuosa Rúa- debía de tener en ese
entonces de sesenta años para arriba. Había sido esclava de mis abuelos
maternos. Terminada la esclavitud se fue de la casa, a gozar, sin duda, de
esas cosas tan buenas y divertidas de la gente libre. No las tendría todas
consigo, o acaso la hostigarían, porque años después hubo de regresar a su
tierra un tanto desengañada. ¡Y cuenta que había conocido mucho mundo, y,
según ella, disfrutado mucho más! Encontrando a mi madre, a quien había
criado, ya casada y con varios hijos, entró a nuestra casa como sirvienta en
lo de carguío y crianza de la menuda gente. Por muchos años desempeñó tal
encargo con alguna jurisdicción en las cosas de buen comer, y llevándola
siempre al estricote con mi madre a causa de su genio rascapulgas y
arriscado, si bien muy encariñada con todos allá a su modo, y respetando
mucho a mi padre a quien llamaba "Mi Amito". Mi madre la quería y
la dispensaba las rabietas y perreras. 4 Frutos había tenido hijos; pero
cuando mi crianza no estaban con ella, y no parecía tenerles mucho amor,
porque ni los nombraba ni les hacía gran caso cuando por casualidad iban a
verla. Por causa de la gota que padecía casi estaba retirada del servicio
cuando yo nací; y al encargarse del benjamín de la casa hizo más de lo que
sus fuerzas le permitían. A no ser porque su corazón se empeñó en quererme de
aquel modo no soportara toda la guerra que la di. Frutos era negra de pura
raza; lo más negro que he conocido; de una negrura blanda y movible, jetona
como ella sola, sobre todo en los días de vena que eran los más, muy sacada
de jarretes y gacha. No sé si entonces usarían las hembras, como ahora, eso
que tanto las abulta por detrás; sí lo usarían, porque a Frutos no le había
de faltar; y era tal su tamaño que la pollera de percal morado que por
delante barría le quedaba tan alta por detrás, que el ruedo anterior se veía
blanquear, enredado en aquellos espundiosos dedos; de aquí el que su andar
tuviese los balanceos y treguas de la gente patoja. Camisa con escote y
volante era su corpiño; en primitiva desnudez lucía su brazo roñoso y
amorcillado; tapábase las greñudas "pasas" con pañuelo de color
rabioso que anudaba en la frente a manera de oriental turbante; sólo para ir
al templo se embozaba en una mantellina, verdusca ya por el tiempo; a paseo o
demás negocio callejero iba siempre desmantada. Pero eso sí: muy limpia y
zurcida, porque a pulcra en su persona nadie le ganó. ¡Muy zamba y muy fea!
¿No? Pues así y todo tenía ideas de la más rancia aristocracia, y hacía unas
distinciones y deslindes de castas de que muchos blancos no se curan: no me dejaba
juntar con muchachos mulatos, dizque porque no me tendrían el suficiente
respeto cuando yo fuera un señor grande; jamás consintió que permaneciese en
su cuarto, aunque estuviera con la gota, "porqui un blanco -decía-
metido en cuarto de negras, s'emboba y se güelve un tientagallinas";
iguales razones alegaba para no dejarme ir a la cocina, y eso que el tal
paraje me atraía: cuestión bucólica. Sólo por Nochebuena podía estarme allí
cuanto quisiera, y hasta meter la sucia manita en todo; pero era porque en
tan clásicos días toda la familia pasaba a la cocina. Mi padre y mis hermanos
grandes, con toda su gravedad de señores muy principales, se daban sus
vueltas por allí, y sacaban con un chuzo, de la hirviente cazuela, ya el
dorado buñuelo, ya la esponjosa y retorcida hojuela; o bien haciendo del
mecedor revolvían el pailón de natilla, que, revienta por aquí, revienta por
más allá, formaba cráteres tamaños como dedales. Las horas en que yo estaba
en la escuela, que para Frutos eran de asueto, las pasaba ésta en hilar, arte
en que era muy diestra; pero no bien el escolar se hacía sentir en la casa,
huso, algodón y ovillo, todo iba a un rincón. "El niño" era antes
que todo; sólo "el niño" la ponía de buen humor; sólo "el
niño" arrancaba risas a esa boca donde palpitaban airadas palabras y
gruñidos. Admirada de este fenómeno, decía mi madre: "¡Este muchacho lo
tendrá mi Dios para santo, cuando desde niño hace de estos milagros!". 5
Al amparo de tal patrocinio iba sacando yo un geniecillo tan amerengado y
voluntarioso, ¡que no había trapos con qué agarrarme! Ora me revolcaba
dándome de calabazadas contra todo lo que topaba; ora estallaba en furibundos
alaridos acompañados de lagrimones, cuando no me daba por aventar las cosas o
por morder. Tía Cruz, persona muy timorata y cabal, al ver mis arranques, se
permitió una vez decir delante de Frutos que "el niño" estaba
"falto de rejo". ¡Más le hubiera valido ser muda a la buena señora!
Frutos la hartó a desvergüenzas y la cobró una malquerencia tan grande, que
siempre que la veía resoplaba de puro rabiosa. Viendo los hilos que yo
llevaba, solía protestar mi padre, y hasta manifestaba conatos de zurra; pero
mamá lo aplacaba, diciéndole con las manos en la cabeza: "¡No te metás,
por Dios! ¡Quién aguanta a Frutos!". Y como de todo lo malo casi siempre
me daba cuenta, comprendí que por este lado bien cogidos los tenía, y me
aprovechaba para hacer de las mías. Cuando veía la cosa apurada "las
prendía" a asilarme en los brazos de Frutos; tomábamos camino del
jardín, lugar de nuestros coloquios, y una vez allí... ¡como si estuviéramos
en la luna! A medida que yo crecía, crecían también los cuentos y relatos de
Frutos, sin faltar los ejemplos y milagros de santos y ánimas benditas,
materia en que tenía grande erudición; e íbame aficionando tanto a aquello,
que no apetecía sino oír y oír. Las horas muertas se me pasaban suspenso de
la palabra de Frutos. ¡Qué verbo el de aquella criatura! Mi fe y mi
admiración se colmaron; llegué a persuadirme de que en la persona de Frutos
se había juntado todo lo más sabio, todo lo más grande del universo mundo; su
parecer fue para mí el Evangelio; palabras sacramentales las suyas. Narrando
y narrando llególes el turno a los cuentos de brujería y de duendería. ¡Y
aquí el extasiarse mi alma! Todo lo hasta entonces oído, que tanto me
encantara, se me volvió una vulgaridad. ¡Brujas!... ¡Eso sí era la atracción
de la belleza! ¡Eso sí merecía que uno le consagrara todita su vida en cuerpo
y alma! Ser payasito o comisario me había parecido siempre grande oficio;
pero desde ese día me dije: "¡Qué payaso ni qué nada! ¡Como brujo no
hay!". Cuanto entendía por hazañoso, por elevado, por útil, todo lo vi
en la brujería. Las calenturas del entusiasmo me atacaron. A fuerza de hacer
repetir a Frutos las embrujadas narraciones, pude grabarlas en la memoria con
sus más nimios detalles. 6 Del cuento pasábamos al comentario. -¡Coger brujas
-me dijo una vez- es de lo más fácil! ¡Nu'es más qui agarrar un puñao de
mostaza y regala por toíto el cuarto: a la noche viene la vagamunda! Y echa a
pañar, a pañar frut'e mostaza; y a lo qu'está bien agachada pañando, nu'es
más que tirale con el cintu'e San Agustín... ¡y ai mesmito qued'enlazada de
patimano, enredad'en el pelo! Un padrecito de la villa de Tunja cogía muchas
asina, y las amarraba de la pata di'una mesa; ¡pero la cocinera del cura era
tan boba que les daba güevo tibio, y las malditas s'embarcaban en la coca!
¡Consiá, cuandu'a las brujas no se les puede ni an mentar coqu'e güevo porqui
al momentico se güelven ojo di hormiga.. ¡y se van! -¡Ajáa! -dije yo-. ¿Y
comu'hacen pa caber?... -¡Pis! -replicó-. ¡Anté que si'achiquitan en la coca
a como les da la gana! ¡María Santísima! -¿Y no se pueden matar? -la
pregunté. -Eso sí; peru'al sigún y conjorme: si se les meti una cortada bien
jonda se mueren; pero como son tan sabidas, ellas mesmas se meten otra y
s'empatan y güelven a quedar güenas y sanas. -¿Y matadas comu'hacen? -¡Tan
bobo! ¿No ve qu'ellas no se mueren del tiro sin'una qui'otra vez? Hay que
tirales a toda gana la primerita cortada pa que queden ai tendidas. ¡Pero con
el cinto de mi Padre San Agustín sí ni les valen marrullas! -¿Y ondi'hay
d'eso? -prorrumpí. -¿Cinto? -dijo mi interlocutora con gesto de cosa
dificultosa-. Eso es muy trabajoso conseguir: tan solamente el obispo se
lu'impresta a los curitas jormales. -¡Amalaya que mamá se lo mandara a
prestar!... -exclamé entusiasmado. -¡Ave María, muchacho! ¿Y qué vas hacer
con cinto? -¡Eh! ¡Pues pa coger brujas y amarralas de los palos! A pesar de
lo difícil que era conseguir el cinto, salí en busca de mi madre con la
empresa. Halléla muy empecinada jugando al tute con otras señoras. -Mamá...
-le dije-. Oigami' un escuchito... -y poniendo mi boca en su oreja la expuse
mi demanda, con ese secreteo susurrante de los niños. Las señoras, que no
eran sordas, largaron la carcajada. 7 -¡Quitáte di'aquí, empalagoso! -exclamó
mi madre-. ¡De dónde sacará este muchacho tanto embeleco! Salí rezongando y
muy corrido. En muchos días no pensé sino en cómo se conseguiría el cinto. La
"brujomanía" se me desarrolló con tanta furia, que no hablaba sino
del asunto. -¿Quién ti ha metido todas esas levas? -díjome una vez mi hermana
Mariana, que era la más sabia de la casa-. ¡Nu'hay tales brujas! ¡Esas son
bobadas de la negra Frutos! ¡No creás nada! -¡Mentirosa! ¡Mentirosa! -le
grité furioso- ¡Sí hay! ¡Sí hay! ¡Frutos me dijo! -Y lo que dice Frutos no
puede faltar... ¡Como si Frutos fuera la Madre de Dios!... ¡Animal!...
-¡Pecosa! ¡Pecosa! -aullé, embistiendo hacia ella con ánimo de morderla. Me detuvo
cogiéndome por los molledos y estrujándome de lo lindo. -¡Voy a contarle a
papá -dijo- para que te meta una cueriza, malcriado, que ya nu'hay quien
ti'aguante! Corrí en busca de Frutos, y, casi ahogado por el llanto, le grité
al verla: -¡Qué te parece, Frutos!... ¡ji! ¡ji! ¡ji!... qu'esa boba Mariana
me dijo quizque nu'hay brujas!... ¡ji! ¡ji!... ¡quizque son cuentos que me
metés! Ella hizo una cara como de susto; me enjugó las lágrimas; y cogiéndome
de una mano con agasajo, fuimos en silencio a sentarnos en un poyo detrás de
la cocina. -Vea, m'hijito -me dijo-: es muy cierto qui'hay brujas... ¡puú!...
¡De que las hay, las hay! Pero... ¡nu'hay que creer en ellas! Mis ojos ya
enjutos debieron abrirse tamaños: tal fue mi sorpresa. Aquello no podía
acomodarlo; pero Frutos lo decía, y así tenía que ser. Hablamos de largo
sobre el tema, y como yo no perdía ocasión de desentresijarla, la pregunté:
-Y decime: ¿las brujas son gente que se vuelve bruja, go es mi Dios que las
hace? -¡ No siá bobito! Mi Dios nu'hace sino cristianos; pero se güelven
brujas si les da gana. 8 -¿Y también hay brujos? -¡Nu'ha di'haber!... ¡Pues
los duendes!... ¿No l'he contao pues? Pero como no tienen pelo largo como las
brujas, no s'encumbran por la región sino que güelan bajito. - ¿Y cómo
si'aprendi a ser brujo? Guardó corto silencio, y luego, con aire de quien
revela lo más íntimo, me dijo a media voz: -Pues la gente s'embruja muy
facilito: la mod'es qui'uno si'unta bien untao con aceite en toítas las
coyonturas; se qued'en la mera camisa y se gana a una parti'alta; y'así
qu'está uno encaramao abre bien los brazos como pa volar, y dici'uno, ¡pero
con harta fe! ¡No creo en Dios ni en Santa María! ¡Y güelvi'a decir hasta
qui'ajuste tres veces sin resollar; y antonces si'avienta uno pu'el aire y
s'encumbra a la región! -¿Y no se cai'uno? -¡Ni bamba! Con tal qu'el unto'sté
bien hecho y se diga comu'es. Sentí escalofríos. No debía de saber que el
arrodillarse fuera señal de adoración; que de saberlo, viérame Frutos de
hinojos a sus pies. Me había hecho el hombre más feliz; había hallado mi
ideal. Esa noche, cuando después de rezar me metí en la cama, repetía muy
quedo: "¡No creo en Dios ni en Santa María! ¡No creo en Dios ni en Santa
María!" y me dormí preocupado con esta declaración de ateísmo. Al día
siguiente muy de mañana corría yo por los corredores con los brazos abiertos
y repitiendo la embrujada fórmula. Mariana, que tal oye, grita: "¡Mamá!
¡Venga y verá las cosas qu'está diciendo este ocioso!". Pero mi madre no
alcanzó a "ver" mi "dicho", porque antes que llegara
había yo tendido el vuelo a la calle, camino de la escuela. No sé por qué,
pero me dio recelillo de que mi madre me viera haciendo tales cosas. A mi
vuelta no salió Frutos a recibirme. Fui a buscarla y a reclamar sus obsequios,
y por primera vez la encontré hecha la ira mala conmigo: que mamá había ido a
querérsela comer viva por las cosas que me contaba y enseñaba; que yo tenía
la culpa por "icendario"; y que ya sabía que no volviera a
"jorobarla" diciéndole que me contara cuentos, porque así como era
tan "picón"... Al almuerzo me dijo mi padre con una cara muy
arrugada: "¡Cuidadito, amigo, cómo se le vuelven a oír las cositas que
dijo esta mañana!... ¡Le cuesta muy caro!". 9 Tales razones me
desconcertaron. ¡Amenazarme mi padre! ¡Ponerme Frutos casi en entredicho! ¡Y
precisamente cuando tenía tanto qué consultarle! ¡Quedarme sin saber a qué
atenerme en lo del pelo largo, en lo del aceite! Por tres días rogué a Frutos
que tan siquiera me dijera dos cositas, prometiéndola no decir esta boca es
mía. ¡Andróminas inútiles! No pude sonsacarle una palabra. ¡Qué malas! Y lo
peor era que eso que al principio no pasaba de un capricho me fue alborotando
con el obstáculo; que se tornó en deseo, en deseo apremioso, irresistible.
¡Ser brujo!... ¡Volar de noche por los techos, por la torre de la iglesia,
por la "región"!... ¿Qué mayor dicha? Qué tal cuando yo diga en
casa: "¿Qué m'encargan, que me voy esta noche pa Bogotá?". Y
conteste mamá: "Traéme manzanas". ¡Y que al momento vuelva yo con
una gajo bien lindo, acabadito de coger! ¡Y cuando me encumbre serenito, como
un gallinazo, tejado arriba!... ¡Sí! Yo tenía que ser brujo; ¡era una
necesidad! ¡Si hasta sentía aquí abajo la nostalgia del aire! "¡Por la
gran «pica» -pensaba-, que aquí en casa me regañan y que Frutos ya no me
cuenta nada, yo sabré qué hago! ¿Y al primero que se embrujó, quién le
enseñó?... Yo siempre consigo aceite... manque sea de palmachristi... pero
ese cuento del pelo largo, como las mujeres... ¡quién sabe!". Aquí el rascarme
la cabeza. Yo, que desde el último amén del rezo hasta las seis dormía a
pierna suelta, tuve entonces mis ratos de velar. En la excitación del
insomnio veía sublimidades facilísimas de llevar a cabo: dos veces soñé que
en apacible vuelo giraba y giraba, alto, muy alto; que divisaba los pueblos,
los campos, allá muy abajo, como dibujados en un papel. Pepe Ríos, hijo de un
señor que vivía vecino a nuestra casa, era un mi compinche; y al fin
determiné abrirme con él y comunicarle mis proyectos. En un principio no
pareció participar de mi entusiasmo, y me salió con el mismo cuento de que sí
había brujas, pero que no había que creer en ellas, lo que me hizo afianzar
más, viendo cuán de acuerdo estaba con Frutos. Pero le pinté la cosa con tal
fuego, que al fin hube de trasmitírselo. Pepe no era de los que se ahogan en
poca agua: su inventiva todo lo allanó. -¡Mirá! -me dijo- Mañana qui hay
salve en l'iglesia tengo que ir de monarcillo. Yo sé onde tiene el sacristán
guardao el aceite, cuando vaya a vestime le robo. Conseguite un frasco bien
bueno pa que lo llenemos. 10 -¿Y de pelo qui'hacemos? -le repuse-. ¡Porque la
gracia es que volemos bien altísimo!... Bajito como los duendes... ¡pa qué!
-¡Eso sí qu'es lo pilao! -exclamó Pepe-. Las muchachas de casa y mi máma se
ponen pelo y se lo robamos. Qué li'hace que no sea pelo de nosotros; ¡en
siendo largo y que se gulungué harto, con esu'hay! "Este sí es el
muchacho -pensaba entre mí, mientras abría la boca pasmado-. ¡Hast'ai! ¡Qué
tal que si'ajuntara con Frutos!". Al otro día, en son de buscar un
perico que dizque se nos había perdido, invadíamos Pepe y yo las alcobas de
las señoritas Ríos. Rebuja por aquí, ojea por más allá, dimos con un espejo
de gran cajón, y en éste una cata de cabellos de todos colores, enredados y como
en bucles unos, otros trenzados y asegurados con cáñamo, otros lacios y
flechudos, cuáles en ondas rizosas y bien pergeñadas, el cual
"pelerío" se hacinaba entre grasientas y desdentadas peinetas
desportilladas y horquillas nada bonitas y perfumadas. Un frasquito de tinta
colorada me tentó, y como fuese a echarle mano con mucha golosina, me dijo
Pepe: -¡No lo cojás! Esu'es las chapas de mi máma, y... ¡hasta nos mata! ¡Qué
pocos pelos le quedaron al cajón! -¡Pero eso sí! -me dijo al entregármelo-.
¡Escondé bien todo en tu casa, y que no vayan a güeler nada! ¡Ve que vos sos
muy cuentero!... Y si nos cogen... ¡Ni digás tampoco nada de lo que vamos
hacer!... -¡Eh! ¡Vos si crés! -repliquéle con gran solemnidad-. ¡Mirá que
nu'hay ni riesgo que yo cuente!... Desde ese día se nos vio juntos. Y nada
que le agradaba a Frutos mi compañía con "ese Caifás", como llamaba
a Pepe. Esa noche declaré en casa que no me acostaría sino cuando se
acostaran los grandes, porque iba a cumplir diez años. Y así fue. Para
distraer mis veladas me pasaba cerca a la vela, volteando como una mariposa,
quemando papeles o despavesando, lo que incomodaba a Mariana, única que en
casa me hacía oposición. -¡Ah, mocoso! -decía-. ¡Ya ni'an de noche nos dej'en
paz!... ¡And'acostáte, sangripesao! Mas yo me sentía, entonces, tan
gratamente preocupado, que sólo respondía a tales apóstrofes sacándole la
lengua y haciéndole "bizcos". 11 -¡Ah, muhán! -gritaba Mariana-.
¡Que si papá no te da una tollina... yo sí te cojo!... ¡Peru'he de tener el
gusto di'amasate!... Aumento de "bizcos". Doña Rita, madre de Pepe,
asistía con sus hijas a la lotería que se jugaba en casa algunas noches, y
Pepe no faltaba; pero desde nuestra alianza dejaba éste las delicias del
apunte para irse conmigo. Así a nuestras anchas pudimos concertar el plan: la
elevación quedó fijada para el domingo siguiente por la noche. ¡Faltaban dos
días! ¡Qué expectación aquélla! Hasta la gana de comer se me quitó; hasta
Frutos, que en ésas le atacó la gota, se me olvidó. "¡En qué inguandias
andarán!", decía con aire de mal agüero, cuando pasábamos cerca de su
cuarto. Al fin ese domingo tan deseado amaneció. Desde las doce ya estábamos
en el solar de casa apercibiéndonos para arreglar los cabellos. Un forro
viejo de paraguas, que pudimos arbitrar, nos sirvió para pergeñar sendos
peluquines, que, como Dios nos dio a entender, aseguramos con cera negra y
con amarradijos de cabuya. Terminada la grande obra verificamos la prueba
ante el espejo de Mariana, que fue sacado clandestinamente. ¡Qué bien nos quedaban!
¡Cuán luengos nos caían los mechones! Convinimos, no obstante, que, más que a
brujos, nos parecíamos al "Grande Hojarasquín del Monte". Guardamos
todo con gran cuidado y nos salimos a la calle a disimular. Pero eso sí;
devorados por dentro. Después de angustiosa espera apareció por la noche Pepe
con su madre; y no bien la lotería se estableció... ¡como pajaritos para el
solar! Trabóse, entonces, reñida disputa sobre cuál sería el punto adonde
debíamos trepar para tender el vuelo. Pepe decía que sobre el horno, que
estaba en el corredor del solar; yo, que sobre la tapia del corral, alegando
que el horno no era bien alto, y que, como estaba bajo tejado, se torcía el
vuelo y no podíamos encumbrarnos. Al fin nos decidimos por el chiquero, que
reunía todas las condiciones. De él volaríamos al "Alto de las
Piedras", que domina el pueblo por el sur, y del Alto a la
"región". La elevación debía ser simultánea. Aunque hacía luna
llevamos cabo de vela, y, encendido éste, principiamos en el comedor el
"brujístico" tocado. Colgados que fueron de un palo los vestidos de
dril, remangadas las camisas, tomamos sendas plumas de gallina y principió la
unción. ¡Válgame Dios! ¡Y qué efluvios los de aquel aceite! 12 Agotado el
frasco y luego que las coyunturas nos quedaron hechas un melote, nos
colocamos la rebujina de cabellos asegurados con barboquejo de cabuya.
Trémulos de emoción salimos solar abajo, con la bizarría de acróbatas que
salen al circo saludando al público. En lo más remoto del solar, allá tras el
movible follaje del platanar, al principiar un declive que llamábamos
"el rumbón", estaba el chiquero de recios palos y techumbre de
helecho; desaguaba por la pendiente aquélla, formando cauce de negro y
palúdico fango que fertilizaba los lulos, las tomateras, el barbasco, allí
nacidos espontáneamente. Amenazantes por demás fueron los gruñidos con que a
manera de protesta nos recibió el cerdo, cuando en tan desusadas horas vio
invadidos sus dominios; pero nosotros proseguimos impertérritos, haciendo
caso omiso de tales roncas. Adelantándomele a Pepe no paré hasta poner el pie
en el último travesaño. Allí, apoyado en uno de los palos que sostienen el
techo, cual otro Girardot con su bandera, me detuve un segundo. ¡Mis ojos
abarcaron la inmensidad! Toda la fe que atesoraba la gasté entonces, y, con
voz precipitada, por temor de faltar al precepto, con un resuello
intempestivo, dije: "¡No creo en Dios ni en Santa María! ¡No creo en
Dios ni en Santa María! ¡No creo en Dios ni en Santa María!". ¡Y me
lancé! ¡Cosa rara! En el vértigo me pareció no volar hacia el Alto convenido.
Sentí frío; no sé qué en la cabeza, y... nada más. Abrí los ojos. Alguien que
me cargaba tendióme en una tarima; algo como sangre sentí en la cara; me
miré: estaba casi desnudo y enlodado. Por el desorden de los muebles; por las
tablas y fichas de la lotería, dispersas por el suelo; por los regueros de
maíz; por el movimiento de alarma, sospeché lo que pasaba. Una ráfaga glacial
me heló el corazón; cerré los ojos para no verme, para no presenciar no sé
qué espantoso que iba a suceder. -¡Toñito! ¡Antoñito! ¿Se aporrió? ¿Está
herido? -preguntaban. Sentí que me tocaban, que me acercaban la vela. -¡No es
nada! ¡No es nada!... -clamaban. - ¡No fue nada... es que está aturdido!
-¡Abra los ojos!... ¡Antonio! ¡Antoñito! 13 -¡Cálmese! ¡Cálmese, mi siá
Anita! ¡Nu'es nada!... Un ruido como chasquido de dientes me llegó al alma.
¡Abrí los ojos, y vi!... Mi madre estaba tendida en una butaca, con los
brazos rígidos, los puños contraídos y apretados, la cara lívida, torcida
hacia un lado; los ojos en blanco, la nariz ensanchada como buscando aire;
anhelaba gritar y se quedaba seca, agitada por opresora convulsión; unas
señoras la tenían, la rociaban, la friccionaban, la hacían aspirar esencias.
Mis hermanas lloraban. Salté de la tarima prorrumpiendo en gritos:
"¡Mamita! ¡Mamita!". -¡No tiene nada! -vociferaron-. No tiene nada!
-¡No está ni descompuesto! -¡Cómo fue eso, por Dios!... ¿Cómo se puso así?...
-Pero si se hirió la cara!... Toñito, no se arrime... que está imposible.
Horrorizado fui a huir. Me atajaron en la puerta con un platón de agua tibia;
la cocinera me paró en medio del humeante baño sin que yo tratara de hacer
resistencia; quitóme la inmunda camisa, y así hecho un Adán automático,
principió el lavatorio ayudada de unas señoras. -¡Eh! ¡Pero en qué se cayó
este niño, qu'esto no despega! -dijo una. -¡Si está apestao! -replicó otra,
tapándose las narices y haciendo extremos de asco. -¡Traigan jabón, a ver si
esto sale! Pronto la pelota de jabón de la tierra corrida por hábil mano untó
todo mi cuerpo. -¡Pues mis queridas! -exclamó la enjabonadora-. Esto es
aceite de higuerillo, y no cosas de chiquero. -¡Pues verdá! ¡Pues verdá!
-repitieron las demás. -¡Eh! ¡Pero cómo puede ser eso! Del platón fuí
trasladado a la tarima, y me enjugaron con una colcha. Mariana, ya sosegada,
trajo camisa e iba a vestírmela cuando con gran tropel se llenó la pieza de
gente. Mi padre venía allí. 14 -¿Se mató? -preguntó con voz que nunca le
había oído. Sin esperar respuesta salió. No había transcurrido un segundo
cuando volvió: traía una soga. -¡No le vaya a pegar! -prorrumpen mujeriles
voces. -¡Pobrecito! -dice la del jabón- Qué culpa tiene él! -¡Es una
injusticia, papá!... ¡Véalo herido! -plañían las de casa. Papá no atendió: se
acercó a mí; y, cogiéndome de un brazo con una mano, levantó con la otra un
extremo doble de la soga y dijo trémulo: -¡Te he tolerado todas las que has
hecho; pero con ésta se llenó la medida!... ¡Tomá, vagamundo, pa que
aprendás!... -y la soga crujió en mis carnes. Un grito como aullido de animal
resonó en la pieza: era Frutos que entraba. -¡Mi Amito! ¡Mi Amito! -gimió,
tratando de cogerle la soga, e interponiéndose entre él y yo-. ¡Mi Amito, por
Dios! ¡No le pegue, por los clavos de Cristo! -y se arrodilla; le abraza las
piernas, casi lo tumba-. ¡El no tiene culpa!... ¡No tiene!... ¡No tiene!...
Mi padre la rechaza; pero Frutos se pone en pie, y, saltando hacia mí, me
envuelve en sus faldas. -¡Vieja bruja! -grita él arrancándole el pañuelo y
cogiéndola de las greñas-. ¡Largálo!... ¡O te mato!... -la arrastra con una
mano, mientras que con la otra me saca del envoltorio. -¡Quítenmela que la
mato! -vocifera con coraje. Ella se endereza, y, como un fardo, se va de
espaldas contra el entablado suelo lanzando extraños sonidos. El entonces
toma la soga como la vez primera, y, contando, uno... dos... tres... hasta
doce, va asentando azotes sobre mi desnudo cuerpo, que se zarandea como
maniquí colgado. No lancé un ay, ¡yo que ponía los gritos en el cielo porque
una mosca se me asentara! Frutos seguía en el suelo retorciéndose; de repente
se levanta y torna a caer; en impúdica rebujina se revuelca, haciendo apartar
la gente y tropezando con los muebles; algunos van a cogerla, y los rechaza a
puñetazos, a patadas y mordiscos. Pudo, entonces, articular con voz
espantosa: 15 -¡Déjenme que ahora mesmo me largo d'esta maldita casa! Todos
los hombres la acometen, y, arremolinándose en apretada lucha en que se
sentían respiraciones de cansancio y traquear de huesos, logran sacarla al
corredor. En el desorden pude verla y se me antojó no obstante mi amor a ella
cosa diabólica. Estaba desgreñada, con los ojos crecidos y sanguinolentos,
echando espumarajos por la boca. El médico entra, me examina; declara no
haber fractura ni dislocación del hueso, ni cuerda encaramada; tocóme el
rasguño de la mejilla, sacó un instrumento, y sin dolor extrajo del rasguño
aquel la pequeña astilla de palo; me dio a tomar un bebistrajo que tenía
aguardiente; tomó una copa, puso en ella un papel encendido, y, asentándomela
en la espalda la fue corriendo, inflándome las carnes en dolorosa tensión;
manos femeniles empapadas en aguardiente alcanforado frotaron mi cuerpo; y,
por último, pegáronme en varios puntos pingos de trapo mojados en una agua
amarillenta. Aún no habían terminado estas faenas, cuando se oyeron pasos
precipitados acompañados del crujir de almidonadas faldas. Doña Rita apareció
en la puerta: traía en las manos uno de los peluquines de marras. -¡Vengo
muerta de pena! -exclamó sofocada haciendo visajes-. ¡Allá le hice dar de
Ríos una cueriza a aquel bandido!... ¡Vean las cosas de estos diablos! -y
exhibió la peluca-. ¡Pues no estaban de brujos!...¡ Y esto fue lo que se
pusieron en la cabeza dizque pa volar! ¡Qué les parece: el pelo que teníamos
pa la cabellera de... Jesús Nazareno!... Todos se agruparon para examinar la
cosa, prorrumpiendo en mil extremos de admiración. También el doctor tomó el
peluquín en las manos, riendo a carcajadas. -¡Ave María, dotor!... -siguió
doña Rita- ¡Pues no ve! ¡Un milagro patente fue qu'estos enemigos no si
hubieran desnucao! ¡Qué le parece, dotor: ¡Y a aquel rumbón!... ¡La fortuna
que cayó entr'el pantanero, y que s'enredo en una mata!... ¡Que si no,
tiesecito lo levantan del zanjón! Estábamos jugando la lotería muy a gusto;
¡mi acababa de cerrar por las tres pelotas, cuando, dotor!... oímos qui aquel
mío grita: "¡Corran qui'Antonio se mató!...". ¡Li'aseguro, dotor,
que me quedé muerta!... Corrieron todos con las velas... cuando a un rato nos
lo traen en guandos... con la mera camisita... ¡con porquería de chiquero
hasta los ojos!... ¡Chorriando sangre!... Muertecito... ¡Muertecito...
mismamente! El mío s'escapó, porque comu'es tan haragán, no si atrevió a
volar primero. ¡Pero qué le parece, dotor, que tuvieron cara, los indinos,
d'empuercase todos con aceite d'higuerillo que le robaron al sacristán!...
¡Dizqu'es preciso pa ser brujos!... ¡Peru así bien untao... se chupó su buena
cueriza! ¡No le digo! ¡Si estos muchachos di hoy en día aprenden con el
Patas! 16 -¡No es con el Patas! -prorrumpe mi padre desde el cuarto vecino,
saliendo a la escena- ¡No es con él! ¡Este diablo de negra Frutos que ha
tolerado Anita es la que los ha metido en ésas! ¡Y no crean ustedes que este
niño escapa; puede morir de las consecuencias; el cimbronazo debió se
horrible!... -El peligro es muy remoto y el caso no se presenta alarmante
-repuso el esculapio- . Tanto es así, que no he tenido que apelar a un
tratamiento enérgico. -Ojalá así sea... -dijo mi padre-. ¡Pues sí! -agregó-.
La maldita negra es la de todo. Desde que me llamaron y supe que la caída
había sido del chiquero, todo lo adiviné. ¡Ya él se había chupado su regaño!
Contó, entonces, lo del ensayo de vuelo por los corredores y lo de las
palabra aquéllas. Aclarado el misterio llovieron las admiraciones y
preguntas. Estas pláticas me sacaron del sonambulismo. Me sentí el hombre más
desgraciado. "Qué li'hace que me muera -me decía-. ¡Siempre que Frutos
m'engaña con mentiras!... ¡Siempre qu'es tan mala!... ¡Siempre que uno no puede
volar!... Así como así, mamá se murió -porque la creía muerta-. ¡Así como
así, papá me ha pegado con rejo delante de tanta gente!... Así como me han
desnudado... Siempre que Pepe es tan traicionero que contó...". Sentíame
como si todos los resortes de mi alma se hubiesen roto: sin fe, sin
ilusiones... Cerraba bien los ojos para irme muriendo y descansar; pero no:
tristezas espantosas pasaban por mi cabeza. Exhalaba hondos suspiros. Muy
tarde, cuando ya se había ido toda la gente, me dormí. ¡Más me valiera velar!
Cosas horribles y extravagantes estremecieron mi espíritu: veía a Frutos que
volaba, que se reía de mí, haciéndome contorsiones; oía que las campanas
doblaban tristes... muy tristes; en esa vaguedad de los sueños aspiraba el
olor del ciprés, de luces ardiendo, y veía a mi madre en un ataúd negro...
muy negro. Luego estuve en un pantano, sumergido hasta el pescuezo; quería
salir, quería gritar, y no podía. Al fin, merced a extraño impulso pude
salir; lancé un grito y desperté temblando, con el cabello parado y empapado
en frío sudor. Había luz en la pieza; mi madre, teniéndome de las manos, me
sacudía. -¡Toñito!... ¡Toñito!... -me gritaban. -No si'asute m'hijito; es una
pesadilla. -¡Mamá viva! -pensé-. ¿Todavía estaré soñando? 17 Me tomó como a
un chiquitín, y estrechándome contra su pecho, me besó la frente y me dijo
llorando: -¡No ve, m'hijo, las cosas que hace para que papá lo castigue!... Y
si se ha matado... ¡qué había hecho yo!... -seguía llorando. -¡Mamita
querida!... ¿Usté no si ha muerto? ¿Nu'es cierto que no? -No, m'hijito; ¿no
ve qu'estoy aquí con usted? Eso fue que me dio la pataleta del susto... pero
ya estoy aliviada... Tóme otra vez la pócima que dejó el doctor; ¡está muy
sabrosa!... ¡Sí estaba viva! Incorporeme para recibir el vaso; mi padre
estaba sentado al extremo de la cama. ¡También lloraba! Me pasó la mano por
la frente, me tomó el pulso, y me dijo muy triste: -¡Tiene mucha fiebre!...
¡Pero mucha! Fue a despertar al doctor, que se había acostado en la pieza
contigua; me dieron unas gotas en agua azucarada. Sosegué por completo y
lloré mucho; pero lloré con alegría. Seis días estuve en cama, oyendo a doña
Rita y a las visitas los comentarios, ya cómicos, ya tristes, de mi propia
aventura. Por ellos supe que Frutos se había ido de casa y que había mandado
por los corotos. Esto que el día antes me hubiera trastornado, me fue
entonces indiferente. Don Calixto Muñetón, lumbrera del pueblo, que arengaba
siempre en los veintes de julio y cuando venía el obispo; que leía muchos
libros y que compuso novena del Niño Dios, vino también a visitarnos. Sin ser
veinte de julio se dejó arrebatar de la elocuencia a propósito de mi caída;
disertó sobre las grandezas humanas poniendo verdes a las gentes orgullosas;
y, al fin se planta en pie, toma en su siniestra su bastón de guayacán,
levanta la diestra a la altura de su cara como manecilla de imprenta, y como
quien resume, se encara conmigo con aire patético, y dice: -Sí, mi amiguito:
todo el que quiere volar, como usted... ¡chupa!
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DESPUÉS DE LEER
Elabore
una línea de tiempo con los hechos de la lectura anterior.
Escriba
5 enseñanzas que le deje el texto.
Cuál es
su punto de vista frente al comportamiento del protagonista de la historia
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